
Por Emilio Ulloa
Soy fundador de Morena, pero también soy un demócrata convencido. He militado en la izquierda durante toda mi vida, y he aprendido que el mayor enemigo de la democracia no es la derrota electoral, sino la soberbia del poder. Por eso, cuando digo que la democracia no es un monólogo, lo afirmo desde la experiencia: la democracia es el conflicto civilizado de las interpretaciones políticas de la realidad, regulado por la Constitución y expresado en el debate público. No hay democracia posible si todos pensamos igual o si una sola fuerza política acapara el sentido de la nación.
Hoy Morena, el movimiento que fundamos para transformar la vida pública de México, es una fuerza política preponderante. Gobernamos la mayoría de los estados, contamos con presencia dominante en los congresos y encabezamos el proyecto nacional. Pero esta posición de fortaleza, si no se administra con humildad y responsabilidad, puede volverse nuestro mayor riesgo. Morena no puede —ni debe jamás— convertirse en el nuevo PRI. Sería una traición a nuestra historia, a nuestros principios y al pueblo que confió en nosotros como alternativa a la hegemonía de un partido de Estado.
El PRI, durante décadas, confundió al Estado con su partido y a la nación con su gobierno. Ese fue el error histórico que sofocó la pluralidad, subordinó las instituciones y redujo la política a un acto de obediencia. Morena nació para romper ese ciclo, para devolver el poder al pueblo y establecer un régimen de libertades donde la diversidad política fuera fuente de fortaleza, no de amenaza. Por eso debemos tener siempre enfrente una oposición sólida, con la cual confrontar ideas, contrastar programas y medir nuestra eficacia. La verdadera legitimidad democrática se renueva en el debate y en el escrutinio, no en el silencio complaciente.
A México y a Morena les conviene una oposición fuerte y responsable. Una oposición que no caiga en la tentación de la negación sistemática ni en el discurso del odio, sino que compita con ideas, con argumentos, con una visión alternativa de país. El Partido Acción Nacional, por ejemplo, vive hoy un momento crucial. Si su anunciada renovación interna conduce a un PAN moderno, democrático y ciudadano, eso será una buena noticia para todos. México necesita un PAN que haga oposición institucional, no una derecha reaccionaria que repita los errores de Argentina, Ecuador o El Salvador, donde el extremismo ha fracturado la convivencia y debilitado las democracias.
Yo creo que el poder debe tener límites. No porque sean una debilidad, sino porque son su garantía moral y política. El poder que no escucha termina encerrado en su propio eco. Morena debe seguir siendo un instrumento del pueblo, no un fin en sí mismo; un movimiento vivo, no una maquinaria burocrática. Si queremos honrar la confianza que millones depositaron en nosotros, debemos preservar la esencia democrática que nos dio origen: escuchar, debatir, rectificar cuando sea necesario y gobernar con humildad.
En esta nueva etapa de nuestra vida política, México necesita que el gobierno y la oposición estén a la altura de la República. La Cuarta Transformación no puede avanzar sobre las ruinas del pluralismo, sino en diálogo con la diferencia. La alternancia no debe temerse, debe asumirse como prueba de madurez. Lo que sí debemos evitar —todos— es la tentación hegemónica, de un lado o del otro. La democracia no pertenece a ningún partido: es patrimonio de la ciudadanía.
La democracia no puede ser un monólogo. Debe ser el encuentro permanente de voces distintas, de proyectos que se confrontan dentro del marco constitucional y con respeto a la voluntad popular. Si Morena se mantiene fiel a esa convicción, y si la oposición asume con responsabilidad su papel histórico, México podrá demostrar que una mayoría fuerte y una oposición digna no se anulan, sino que se complementan. Solo así la transformación será duradera y verdaderamente democrática.
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