
- ¿Cómo fue destapado Gustavo Díaz Ordaz para la Presidencia de México? En este fragmento del libro Gustavo Díaz Ordaz, de Fritz Glockner se narra cómo recibió la señal de su amigo Adolfo López Mateos de sucederlo en la silla presidencial, una administración que quedaría marcada para siempre por la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968, un crimen que le ha valido ser la figura del «horror, la fealdad y el castigo».
Ciudad de México, 2 de octubre (SinEmbargo).– «Gustavo Díaz Ordaz ha sustituido al lobo de Caperucita; ya no se asustan los niños con el Coco; la maldad en México radica ahora en otra figura que es amenaza, horror, fealdad, castigo. El imaginario popular ha cambiado las estampas del daño, del dolor…», escribe el historiador y escritor Fritz Glockner en la biografía del expresidente mexicano titulada Gustavo Díaz Ordaz (Crítica), que forma parte de la colección Los malos de la historia.
En el texto ahonda en uno de los presidentes más aborrecidos en México, responsable de la Matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, en la Ciudad de México. Cuenta, por ejemplo, si es verdad, o no, si nació en Puebla, sus años bajo el protectorado del cacique poblano Maximino Ávila Camacho, además de relatar cómo fue destapado por su amigo Adolfo López Mateos y la relación con su sucesor, Luis Echevarría Álvarez, el otro responsable de la masacre estudiantil.
SinEmbargo reproduce este 2 de octubre, en la conmemoración del 57 aniversario de la Matanza de Tlatelolco, un fragmento del libro Gustavo Díaz Ordaz, de Fritz Glockner, con permiso del Grupo Editorial Planeta, en el que se narra cómo fue destapado para la Presidencia de México.
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Ya no viene el coco
Los sombreros enormes se estorban entre ellos, el gentío trae puestas camisetas que presumen el verde nacional, el entusiasmo se desboca, y en las tiendas de electrodomésticos los televisores encendidos están a punto de dar cuenta del evento que ha estado acaparando la curiosidad y el apetito para entender cómo se puede armar la alegría. Es el sábado 30 de mayo de 1970; el llamado Coloso Azteca está a reventar, aquel que fuera inaugurado cuatro años atrás, con la confrontación entre el América y el Torino, que arrojó un equilibrio poco alentador de dos goles contra dos. Ahora es distinto: han arribado delegaciones de 15 naciones, con la local, 16; la copa Jules Rimet estará en disputa durante 23 días no solo en el Distrito Federal: también los estadios de Guadalajara, Toluca, Puebla y León tendrán su locura.
Luego del desfile y de las ovaciones constantes, aparece en los televisores el rostro agotado de Gustavo Díaz Ordaz, tenso, serio, como si se tratara de un mecanismo inanimado y, con voz desgastada, anuncia: «Declaro solemnemente inaugurado el noveno Campeonato Mundial de Futbol, Copa Jules Rimet»… pareciera que alguien le ha robado las emociones. Como es costumbre, además de los aplausos y gritos, la rechifla invade; aquel tono de «chinga tu madre» no deja de ser un coro que se repite constantemente, por ello Gustavo solo voltea de un lado para el otro, tieso, absorto, como si a los engranes de su cuello les faltara aceite. Los primeros equipos rivales —México, el anfitrión, contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas— están ya moviendo las piernas, ansiosos de que el esférico toque el pasto; ante la expectativa de que se escuche el primer pitazo del árbitro, la figura del presidente queda en segundo plano, invisible, incluso ya sin el rechazo acostumbrado.
Sobre la calle 4 Oriente, la madre apura al niño de 5 años que lleva agarrado de la mano; el clásico antojo incontrolable de todo chico provoca que frene la prisa; jala a la mujer del brazo y logra que se detengan, abruptamente.
—¿Me compras una cremita? —pide el pequeño ante el espacio de dulces poblanos.
—Carlitos, venimos de Woolworth y ya te compré todo lo que querías. —Es la sentencia que recibe.
—Tengo hambre.
—¿Cómo vas a tener hambre si ya te comiste unas palomitas?
—Ándale, mamá, una cremita, porfa, porfa, porfa…
Julieta, la madre, intenta que su hijo despegue los pies de donde los tiene anclados exigiendo un postre más. Carlitos comienza a jalonearla del brazo para evitar que los pasos lo alejen de la vitrina que exhibe los anhelados dulces.
—Carlos, por favor —suplica la madre, ante el inicio del zangoloteo que el cuerpo infantil exhibe, con el ruego:
—Solo una y ya…
—Ya te dije que no, y además ya no traemos dinero.
La respuesta es inadmisible para Carlitos, ¿cómo se atreve su madre a negarle en ese preciso instante una cremita a él, que tanto la desea? El berrinche lo invade, la rabieta explota y sus gritos convocan el asombro de los paseantes, quienes han interrumpido la euforia futbolera frente a la reacción infantil; «una cremita, una cremita, una sola», es la perorata que el niño comienza a repetir con los gritos ahogados ya para ese entonces en llanto, lleno de impotencia y frustración.
—Carlitos, por favor… —suplica Julieta con la aflicción de los ojos centrados en su hijo, que patalea y la jalonea del brazo.
El grito del niño de pronto convoca, con mayor intensidad, la atención de los transeúntes:
—¡Si no me compras una cremita, mañana mismo me hago amigo de Díaz Ordaz!
La consigna infantil que se escucha en pleno centro de la ciudad de Puebla provoca que las miradas se enfoquen en la madre, ¿acaso será tan despiadada como para no comprarle al niño una cremita y permitir que se haga amigo de Díaz Ordaz? ¿Qué madre desearía ese mal para su hijo?
Julieta sonríe, pretendiendo ocultar su pesar. ¿Qué mayor ofensa y chantaje para alcanzar lo que en ese instante le es prohibido? ¿Quién para 1970 tendría el mínimo afán de ser amigo de Díaz Ordaz? ¿Cómo no sería aquella consigna una amenaza fatal?
Gustavo Díaz Ordaz ha sustituido al lobo de Caperucita; ya no se asustan los niños con el Coco; la maldad en México radica ahora en otra figura que es amenaza, horror, fealdad, castigo. El imaginario popular ha cambiado las estampas del daño, del dolor…
Ha dejado de verse feo
La respiración logró alcanzar un sosiego arrebatado por tanto tiempo (semanas, días, años…). Liberó aquella contradicción alojada en las entrañas, esa mezcla de angustia y euforia contenidas que se anidaron desde el momento en el que Adolfo, su amigo, su cómplice, su jefe, su protector y su compinche, le externara varias semanas atrás: «A usted le toca chingarse, será el candidato». La opción de guardar la certeza en lo más profundo de su bolsillo era producto de aquella confesión que le hiciera José Gómez Huerta, el jefe del Estado Mayor Presidencial de Adolfo López Mateos, luego de que aquel 1.° de diciembre de 1958, ante el agotamiento del día ajetreado, emotivo y copado de euforias, el militar cuestionara al recién ungido presidente de la República si necesitaba algo más, a lo que este solicitó: «Le encargo a Gustavito, general». ¿Qué señal era esa? ¿Acaso visualizaba debilidad en el antiguo amigo senador, como para que tuviera que ser acogido especialmente por el hombre que seguiría todos los pasos del primer mandatario? ¿Era el preferido para el futuro? Aquel incidente se lo confiesa, en la más extensa secrecía, el general al estrenado secretario de Gobernación. Díaz Ordaz, hosco como de costumbre, no permitió que se fincara suspiro victorioso en tan temprano momento, además de que la otra característica de su personalidad, la desconfianza, se hizo patente. De todos modos, esas palabras y la recomendación continuaron presentes durante todo el sexenio del compadre; obvio, también sabía que la guardia nunca se coloca debajo del calzón de boxeo.
Pero Gustavo era consciente de que la palabra, la promesa y el guiño, nunca serían certeros hasta que los tres sectores del partido no se pronunciaran a su favor; cualquier incidente, indiscreción, malestar o cambio de humor podrían evitar que la palabra empeñada se hiciera realidad. Los golpes entre él y Donato Miranda Fonseca habían sido despiadados, a pesar de haber convivido durante la XXXIX Legislatura de la Cámara de Diputados, del 1.° de septiembre de 1943 al 31 de agosto de 1946, y posteriormente en las XL y XLI Legislaturas de la Cámara de Senadores del 1.° de septiembre de 1946 al 31 de agosto de 1952; la competencia por alcanzar la simpatía y la preferencia del compañero senador por el Estado de México de esos años atizó el encono, la rivalidad, la envidia y la lucha.
Tal vez sintió un pequeño remanso de todo lo que habría sucedido en su existencia. Ese día, 15 de noviembre de 1963, quedarían atrás las burlas, los chistes aludiendo a su rostro, los dientes que nunca se ocultan, las humillaciones proferidas y digeridas, la vergüenza atragantada, los favores obligados, la simulación, la lealtad fingida. Ahora le tocaba a él ser único, atrapar la cima, alcanzar lo alto de la rueda de la fortuna, vestirse de la cumbre.
Dejaría de preocuparse por los pensamientos de sus adversarios: el ya mencionado Donato, con los empellones constantes desde el 1.° de diciembre de 1958, cuando estrenara la recientemente creada Secretaría de la Presidencia, y él, nombrado por su compadre como secretario de Gobernación ese mismo día, y cada cual jugando para ver quién sustituía a Adolfo López Mateos durante sus constantes ausencias, ya fueran por viajes, salud o placer. Los competidores menores eran Antonio Ortiz Mena, el aparentemente impecable secretario de Hacienda y Crédito Público, donde la simpatía internacional jugó en su contra; Javier Barros Sierra, prominente ingeniero secretario de Obras Públicas, cuya gestión logra la ampliación de la red carretera del país en un 56%, porcentaje que no le alcanza para aspirar a la silla mayor; y el senador Manuel Moreno Sánchez, cuya amistad con Adolfo sirvió solo para incitar falsas expectativas, quien recibe al presidente del Partido Revolucionario Institucional (pri), Alfonso Corona del Rosal, con el mensaje de que tiene que apoyar a Gustavo. Irritado por el juego de sombras de su íntimo Adolfo, Manuel le reclama al presidente de la República y le solicita que descubra el carácter violento, junto con el pensamiento reaccionario, del que está considerando para el siguiente sexenio. López Mateos, pretendiendo calmar los ánimos, solo atina a prometer que él será el primero en conocer su determinación con respecto a la sucesión, juramento que nunca aterriza.
López Mateos sabía que tenía que colocar las cartas exactas de la nomenclatura política mexicana, donde, como atinadamente le externará Rafael Moreno Valle a Jorge Castañeda para el libro La herencia:
El presidente no puede tener ni más de tres candidatos, ni menos de tres. Si son dos y se inclina por uno desde el principio, la jauría lo hace pedazos y llega muy lastimado. Además, si el predestinado se enferma o tiene un escándalo, hay que echar mano de otro, y este se va a creer o plato de segunda mesa, o que llegó por sí mismo, y los demás van a pensar que el presidente se equivocó. Pero nunca el número es superior a tres: lo demás es relleno para que se repartan los trancazos.
Gustavo sabe que ninguno de los cuatro contrincantes hará berrinche; han dejado de oponerse a su ascenso, saben que la decisión no solo ha sido considerada desde Palacio Nacional y Los Pinos y, ahora, desde las oficinas de Insurgentes Norte, tendrán que tragarse la rabieta; imposible romper con las reglas del ganador y sobre todo del perdedor; será Adolfo el que tenga que darles explicaciones sobre la decisión, no él; eso sí, está seguro de que ya ninguno se atreverá a decirle «Gustavito».
Con cierta sorna le vino a la mente el evento de unas semanas atrás, cuando el fantasma todopoderoso de la Revolución mexicana le diera su absoluto respaldo. Desde que tuvo conocimiento de quiénes eran los invitados a la celebración de las bodas de plata de Gonzalo N. Santos con su tercera esposa, heredero de su primer protector Maximino Ávila Camacho, Gustavo no tuvo el menor resquemor por el desaire que hiciera el cacique de San Luis Potosí para con Donato al dejarle fuera de la cita en su quinta de Cuernavaca El Alazán Tostado, cuya simpatía y amistad con él la habría manifestado en más de una ocasión, expresando: «del que era yo decidido partidario», y tal vez sus recuerdos coincidan con lo que Gonzalo narra puntualmente en sus memorias, luego de plantear el inicio de una jornada de pelea de gallos:
Estuve amarrando y soltando los míos y cuando salió un gallo de mi predilección de peso libre con él en mis manos me acerqué a donde estaba sentado el Licenciado Díaz Ordaz, Ministro de Gobernación y dirigiéndome a los presentes, en primer lugar al C. Presidente y no Señor, como ahora les llaman, le dije en voz clara y recia: «Damas y caballeros: este gallo que dentro de breves minutos voy a soltar a pelear es el tapado», y puse el gallo frente al Licenciado Gustavo Díaz Ordaz y lo invité a que lo agarrara, lo que Don Gustavo hizo con el valor que le caracteriza. Hice una rueda en el piso del palenque y dije: «Aquí caen todos los que vayan contra este gallo y les voy a pagar, si ganan, los pesos a 12 reales». La mayor parte de los ministros apostaron contra mi gallo, el presidente no, parece que se abstuvo de apostar, pero habiendo sacado yo una botella de coñac Napoleón antiquísima, le serví una copa al presidente y otra me serví yo. «Vamos a brindar», le dije, y López Mateos me contestó: «Sí, pero no solos, sírvale una copa a Gustavito para brindar por los tres», y así lo hice. Le serví una copa al licenciado Díaz Ordaz en presencia de todos los presuntos candidatos.
El ya considerado como gran cacique de San Luis Potosí realiza los preparativos para dar inicio a la pelea de gallos; los animales se encrestan, lanzan sus navajas con las patas, se sangran y se lastiman bajo el regodeo de los apostadores, quienes elucubran que no solo está en juego su dinero apalabrado, sino también la designación del próximo «jefe». Para la memoria de Gonzalo N. Santos, a continuación destaca: «Mi gallo mató al otro sin haber sufrido ni un piquete. Como yo ya traía algunas copas con el pretexto de mi boda de plata, me dirigí a todos los presentes y les dije como en broma: “Perdieron, hijitos, en la otra váyanse con cuidado porque va a pasar lo mismo”. Entre los políticos se opinó que el tapado ya estaba destapado. Como así fue».
Soñar desde Puebla
Las trampas de la nostalgia también le hicieron recordar aquel domingo 3 de noviembre de 1957, cuando su compadre Adolfo López Mateos le confesó que había sido señalado por el dedo del señor y que ahora él sería el candidato para el periodo de 1958 a 1964. Gustavo se sabe que está macizo, que no habrá que volver a estar actuando desde las sombras en la oficina de la Oficialía Mayor de Gobernación, y que su amigo lo va a incorporar al gran equipo, a la primera división, a las ligas mayores.
Las horas de zozobra llegaban a su fin; Adolfo Ruiz Cortines había logrado jugar muy bien la estrategia de los espejos: su predilecto, el tocayo, estuvo siempre tapado, oculto, no se le permitió que se expusiera, que se desgastara en los corrillos de la política o en las columnas periodísticas. El antiguo jefe de Gustavo, Ángel Carbajal, tendría que haber leído que no por ser el secretario de Gobernación le tocaba la sucesión; ahora sería el secretario del Trabajo quien quedaría en la rampa para ascender a la presidencia de la República.
Dentro de aquel remolino de sensaciones, remembranzas y próximas cuentas pendientes, Gustavo sonríe con un poco de sorna al recibir como relámpago aquella consigna que apostaba su derrota en la carrera presidencial al quedar como candidato a la gubernatura del estado de Puebla Antonio Nava Castillo y no Aarón Merino Fernández, quien era su preferido. Incluso un editorial de la revista Política insistía en que aquel acontecimiento lo alejaba de Palacio Nacional al no contar siquiera con la capacidad de influir en las determinaciones políticas de su lugar de origen; la revista insistía en que «ha perdido muchos casos» y que, por lo tanto, como secretario de Gobernación no contaba con la capacidad para controlar a los gobernadores, por lo que cerraba con la consigna de «tormenta en Bucareli», como apuesta de que no sucediera lo que en ese instante disfrutaba Gustavo.
¿En cuál de todos los anteriores momentos de gloria su madre habrá dejado de pensar que su hijo era tan feo como para despreciarlo? ¿Durante su paso por la Secretaría de Gobierno, en el periodo del gobernador de Puebla Gonzalo Bautista Castillo, a sus 30 años? ¿Como diputado federal en 1943 a los 32 años? ¿En la carrera del Poder Legislativo desde el Senado, ya con 35 calendarios encima? ¿Durante su actuación en Gobernación como abogado de la Secretaría, o como oficial mayor de 1952 a 1958 durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines? ¿Para el ascenso a secretario de Gobernación de 1958 al momento del mayor regocijo ese 15 de noviembre de 1963? ¿Le habrá dicho doña Sabina en algún otro momento que ya no era tan feo?
Para el día jueves 14 de noviembre de 1963 tuvo tiempo de perderse en las añoranzas, mientras recogía en soledad sus artículos personales de la majestuosa oficina del Palacio de Cobián. Ahí había cultivado sus mejores momentos; desde aquel inmueble habría logrado alcanzar hoy la apreciada silla, y de ese despacho se trasladaría hasta Palacio Nacional, el lugar al que en tantas ocasiones habría acudido con la resignación de recibir alguna indicación, tareas, propuestas, siempre como número dos, visitando al uno, recibiendo mandatos, asumiendo faenas por resolver, considerando, como le expresara a Julio Scherer en alguna ocasión, que entre la actuación de un secretario de Gobernación y un presidente, el primero boxea con cuerdas en el ring, pero para el segundo el cuadrilátero está sin ellas, y la caída al vacío puede ser estrepitosa.
Unos días antes habría mandado llamar a su subsecretario, Luis Echeverría, para confesarle con toda calma y sencillez, según relata este a Jorge Castañeda en La herencia: «Abogado, me voy de candidato; se queda usted al frente de secretario como encargado del despacho, mientras decide el señor presidente», al parecer sin mayor muestra de locura, entusiasmo o emoción, ante lo cual Echeverría tan solo atinaría a responder: «Que le vaya muy bien, encantado», también sin mayor excitación o euforia, simplemente con la aparente lógica del deber ser y el deber cumplir, sin la codicia de ambos personajes de por medio. Luis Echeverría supo no colocar apuesta alguna en la ruleta, pues más allá de que Gustavo fuera su jefe inmediato, sabía que su nombramiento había sido una imposición determinada por Adolfo López Mateos a Gustavo; por lo mismo, dentro del torbellino de la precandidatura y los jaloneos internos, adopta la invisibilidad, con lo cual supone que termina favoreciendo a los dos finalistas: Gustavo y Donato.
Guardar el ansia de ocupar la oficina de Gustavo, del secretario, es una simulación que le suma bonos a Echeverría, a pesar de la oferta del ya candidato en el sentido de que «se puede cambiar de oficina». Luis sigue tras bambalinas, aun cuando es el encargado de esa oficina y, como tal, apuesta a maniobrar el Palacio de Cobián por sí mismo, ya que López Mateos no nombra sustituto de Gustavo, y es junto con su equipo integrado por Carlos Gálvez Betancourt, Mario Moya Palencia y Rafael Hernández Ochoa que logra lidiar con el día a día, más los elementos que tuviera que requerir el desarrollo de la campaña presidencial.
López Mateos entra al mismo tiempo en el juego de la teatralidad cada ocasión que desea hablar con el encargado de despacho en Gobernación y, al no tomarle la llamada, Echeverría, desde la oficina principal, cuestiona: «Abogado, ¿qué está haciendo ahí?», como si no se percatara de que solo es encargado y que, para este, las ínfulas no han mellado su lealtad; los cuestionamientos iban direccionados a conocer el desarrollo de la campaña y la actuación de su antiguo jefe… Luis también trae sus cartas, sabe del futuro, ha quedado en diversos espacios del poder como sombra y es consciente de la representación que le toca actuar en esa coyuntura histórica.
Cobián le habría permitido a Díaz Ordaz conocer a fondo los entretelones del poder. Si en sus orígenes tuvo la oportunidad de descubrir el deleite del dominio, la autoridad y la prepotencia, y alcanzar lo deseado —por prohibido que fuera— al lado del gobernador Maximino Ávila Camacho, desde la Secretaría de Gobernación había instruido represalias, trampas, chanchullos, asesinatos, desapariciones, robos, asaltos, rumores, compra de conciencias, creencias y vendettas. Por Bucareli tendrían que desfilar líderes sindicales, campesinos, legisladores de ambas cámaras, gobernadores, periodistas, empresarios y comunicadores; se sabía que ese era el paso previo para llegar al gran mando. En ese inmueble, Díaz Ordaz invirtió 11 años de su vida; todo el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, nombrado el 1.° de diciembre de 1952 como director del área jurídica de la Secretaría por recomendación de su compadre Adolfo López Mateos, quien habría logrado la Secretaría del Trabajo luego de haber coordinado la campaña del recién estrenado presidente, para adquirir más notoriedad y encomiendas de mayor trascendencia al sustituir al licenciado José María Ortiz Tirado el 5 de febrero de 1953 en el puesto de oficial mayor, como encargo del mismísimo Adolfo Ruiz Cortines ante la imposibilidad de hacer coincidir los intereses del secretario Ángel Carvajal y del subsecretario Fernando Román Lugo para, luego, ya con todo el control de las terminales nerviosas de Gobernación, asumir la oficina principal, de nueva cuenta de mano de su amigo López Mateos a partir del 1.° de diciembre de 1958, consciente de que ahí anida el corazón y el cerebro del poder político de México. Hasta Bucareli deben arribar todas las informaciones, los chismes, los rumores, las intenciones, las aspiraciones, los suspiros y las frustraciones; es antesala y preámbulo, es catapulta y cementerio, es intención y finta, es sombra y luz.
De entre todas las fechas de nacimiento que se le podrían adjudicar a José Gustavo del Santísimo Sacramento Díaz Ordaz Bolaños, la primera de ellas sería el 12 de marzo de 1911, en la que, según se cuenta, fue registrado en el municipio de San Andrés Chalchicomula, Puebla, a pesar de las insistentes dudas sobre si el primero de sus gritos o llantos los estrenara en ese estado o en el vecino, Oaxaca. Ese viernes de noviembre de 1963 podría agradecer que existiera aquella anotación poblana, fechada el viernes 16 de marzo de 1911, con el número consecutivo en el libro de actas de nacimiento 111, donde se anota el nombre completo; se registra que a las nueve de la mañana de aquel día acudió al matrimonio formado por Ramón Díaz Ordaz Redonet y Sabina Bolaños Cacho, ambos originarios del estado de Oaxaca y con supuesto domicilio en la casa número 11 de la calle de Reynoso, de San Andrés Chalchicomula, Puebla, en compañía de los señores Gregorio C. Leal y Gonzalo Gómez, como testigos, ante Alejandro Meza, jefe político del distrito y juez del Registro Civil.
En las anotaciones del libro existe un apunte curioso que indica que también el señor Meza se ostenta como «Presidente Municipal, miembro de la ley»; sumando curiosidades, la autoridad que aparece en los registros 110 y 112, anterior y posterior al nombre de José Gustavo del Santísimo Sacramento, quien se ostenta como «jefe político del distrito» de San Andrés Chalchicomula, es Ramón Díaz Ordaz, padre del nacido cuatro días antes, y es ante él que se presentan el mismo día los señores Antonio López y Guadalupe Sánchez para registrar a su hijo; luego llega José Ramos, originario y vecino de la Hacienda de Santa Ana, quien es soltero y vive en la calle del Desconsuelo número 4, de la ciudad de Chalchicomula, para dar fe del nacimiento de su hija, que lleva por nombre María Josefa Raymunda. En ambos casos, el responsable de la legalidad es Ramón; la duda acecha, ¿quién era quién en ese juzgado? ¿Podía el propio Ramón dejar de ser jefe político y otorgarle la autoridad al presidente municipal para que registrase a su hijo? De estar en el puesto otorgado por el régimen porfirista, ¿no tenía la capacidad de registrar a su vástago?
Una última curiosidad que nos trae al siglo XXI fue la noticia otorgada por el entonces gobernador del estado de Puebla, Luis Miguel Barbosa, el 17 de agosto de 2022, quien informara que el acta de nacimiento de José Gustavo del Santísimo Sacramento Díaz Ordaz Bolaños habría sido robada; a pesar de que días después señaló que ya se habría recuperado, hasta la fecha no aparece… ¿Quién quisiera extraer dicho documento a estas alturas de los calendarios? ¿A quién se le ocurriría alcanzar, de manera ilegal, el resguardo de aquel documento inventado o real sobre la naturalización poblana de Díaz Ordaz? Se confirma que algunos objetos que pertenecieron al autor de las páginas más truculentas de la historia de México están en subasta pública a través de plataformas digitales; por ejemplo, se oferta en cinco mil pesos el vinilo que contiene la voz original del expresidente con su discurso de toma de protesta como candidato del pri a la presidencia de la República. ¿Acaso existe persona que desee que la voz del personaje maligno esté retumbando en sus oídos? ¿Quién articula ese museo del mal? Para la certeza de saber que el recién nacido cumple con los cánones de la religión oficial en territorio poblano, diez días después de haberse presentado en el registro ante el jefe político y juez civil, los padres acuden a la parroquia de San Andrés Chalchicomula, el 26 de marzo del mismo año. Don Ramón y doña Sabina se hacen acompañar de los padrinos de bautismo: don Gregorio C. Leal y doña Mercedes Luengas de Leal, quienes fueron advertidos de su obligación y del parentesco espiritual contraído. ¿Imaginaría aquel matrimonio la responsabilidad que estaba asumiendo al dar fe de la conversión al catolicismo de quien luego violara la Biblia aplicando la ley del más fuerte? Es el número del registro católico 118 el que asienta que a José Gustavo del Santísimo Sacramento se le vertió agua bendita en su pequeña cabeza, y se le colocó óleo y crisma de manos del presbítero don Felipe Rodríguez Montenegro, cura interino de la parroquia. La unción con la que profesará el culto católico Díaz Ordaz será tan contundente que, en un momento de su vida, se hará adepto a la organización clandestina Los Caballeros de Colón, de tintes radicales de extrema derecha, a pesar de que también militará en las logias masónicas. Pareciera que su principio será actuar en las contradicciones para alcanzar el poder.




