
Por Emilio Ulloa
En pleno siglo XXI, cuando México avanza hacia una democracia más participativa y hacia un modelo de desarrollo con bienestar bajo el liderazgo de la presidenta Claudia Sheinbaum, aún persisten lastres que nos remiten a tiempos coloniales: el autoritarismo de algunos gobernadores y presidentes municipales que se comportan como virreyes en sus estados y municipios. Este fenómeno, heredero de la tradición caciquil y personalista, representa un serio obstáculo para la construcción de un federalismo auténticamente democrático.
En distintas entidades y municipios, los mandatarios estatales y los alcaldes ejercen el poder con un estilo propio del viejo caciquismo: concentran decisiones, marginan a la ciudadanía e imponen su voluntad por encima de cualquier contrapeso institucional. No gobiernan, administran feudos personales. En lugar de impulsar gobiernos abiertos y transparentes, se aferran a prácticas del pasado que distorsionan la vida democrática.
La rendición de cuentas es, quizá, la asignatura más pendiente en los estados y municipios. El uso discrecional de los recursos públicos se traduce en presupuestos manejados con opacidad, donde la obra pública se convierte en botín político y el gasto social en moneda clientelar. Esto no solo vulnera el derecho de los ciudadanos a saber cómo se utilizan sus impuestos, sino que frena el desarrollo regional.
El nepotismo es otra práctica nociva. Familiares, amigos y cómplices ocupan cargos clave, consolidando redes clientelares que perpetúan el poder. Estas redes impiden la profesionalización de las administraciones públicas estatales y municipales, y al mismo tiempo, distorsionan los procesos democráticos locales al imponer lealtades personales por encima del interés general.
En este contexto, la libertad de expresión se convierte en un blanco. Gobernadores y alcaldes autoritarios persiguen, hostigan o censuran a periodistas incómodos. La prensa crítica es estigmatizada y las redes sociales, convertidas en campo de censura o manipulación. Se trata de una actitud incompatible con los valores republicanos que defiende el proyecto de transformación nacional.
Frente a este panorama, la presidenta Claudia Sheinbaum ha trazado una ruta distinta: fortalecer la vida democrática, profundizar la rendición de cuentas y garantizar que el federalismo se viva como un sistema de equilibrios y corresponsabilidad, no como un archipiélago de autoritarismos. Su propuesta de un Estado social y republicano rompe con las inercias de los gobernadores y presidentes municipales virreyes, poniendo en el centro a la ciudadanía.
El municipalismo que necesitamos en México, ese que está pendiente de las demandas ciudadanas, no puede seguir siendo rehén del personalismo, la corrupción, la colusión con la delincuencia y la arbitrariedad de caciques municipales. La tarea de desmontar los cacicazgos es el gran reto democrático de nuestro tiempo. Hoy, más que nunca, urge respaldar la visión de la presidenta Sheinbaum para construir un país donde gobernadores y alcaldes dejen de ser virreyes y se conviertan en verdaderos servidores públicos al servicio del pueblo.
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