Opinión
- “No debemos decirnos simplemente: se terminó y a lo que sigue, sin reconocer que esta pérdida tiene, como casi todo en estos seis años, un carácter insólito”.
Por Fabrizio Mejía Madrid
Nunca hemos llorado por un presidente cuando se va. Esta será nuestra primera vez. En mi memoria de los presidentes al final de sus sexenios están: la bomba molotov en el palco del Palacio Nacional contra Miguel de la Madrid; las máscaras de Salinas y los muñecos del Chupacabras cargando bolsas de dinero; el repudio a Zedillo por el Fobaproa y las matanzas de indígenas; la chunga hacia Fox a quien llegará a resumirse en su propia pregunta negligente: “¿Y yo, por qué?; el grito de “asesino”, las luces verdes, la lluvia, en la cara del usurpador Felipe Calderón en el último Grito de Independencia; la rechifla a Peña Nieto. Esas son las memorias del final. Cuando se iban los presidentes, lo hacían en medio de burlas, desprecio, indignación. Hasta nos alegrábamos de que se fueran. No esta vez. Abriremos un proceso de duelo que es dolor pero también de combate ante la pérdida. No es un duelo de carácter privado sino todo lo contrario: es lo más público que ha existido y el contrincante no es uno mismo, el esgrimista que levanta la espada en guardia, sino toda la colectividad, lazos, afectos, que llamamos “obradorismo”. Esta columna se propone ayudar a desmenuzar qué es lo que se pierde y cómo impacta en nuestra biografía colectiva. En otras palabras, ¿de qué están hechas nuestras condolencias sociales?
Primero pasemos revista a lo que se puede todavía recordar, antes del tsunami de lo inmediato que se avecina con la toma de posesión de Claudia Shienbaum. Los hitos de la memoria pública no se van, están ahí, aunque yo los escriba con el desorden de mi ruinosa retentiva: el primer combate, que fue al huachicol, cuando hacer fila para tomar gasolina se convirtió en un acto de respaldo a la lucha contra la corrupción; la entrega directa de programas sociales sin la burocracia de escritorio y asumidos como derechos; la inauguración del aeropuerto Felipe Ángeles como si fuera un logro de todos; la inclusión de los migrantes y el sureste al imaginario del desarrollo nacional; la convicción de que los adultos mayores, los médicos, enfermeras y maestros deberían recibir la primera dosis de la vacuna contra el Covid y los demás deberíamos esperar y que esa paciencia era sentirse parte de un plan y de una nación; la salida de la pobreza de 9.5 millones de mexicanos que eran recibidos como un pedazo de país que no tenía nombre antes de asumir el de “pueblo”; la defensa de la soberanía nacional contra los abusos de los contratistas internos y externos; Las Mañaneras como uso de la información política que crea identidad colectiva cuando convergen las frases, que son lemas ya, del Presidente con la descripción de la realidad; en ese mismo discurso que ya completa sus propias frases, el reconocimiento y también la ignominia públicas como justicia de relocalización retórica de quienes merecen nuestra atención por vulnerables y quienes merecen el repudio por falsarios o corruptos; la inmersión de la persona del Presidente en una marea de seguidores en noviembre de 2022 y la consecuente fotografía icónica; la sensación de las victorias cuando todo estuvo en contra; la felicidad como una ética de entrega y cuidado de los demás que precede a cualquier destino personal; la igualdad simbólica desde la política que antecede a cualquier asenso social o profesional; la insólita convergencia entre lo prometido y lo realizado; las obras como el Tren Maya que rebasan su utilidad para convertirse en obras identitarias; la patria como novedad de pensarse compartida con gente que nunca vamos a conocer, pero que, de todos modos, nos importa; la lenta construcción de diques a las manifestaciones más burdas de clasisimo, racismo, misoginia, y discriminaciones; el regreso del peso fuerte que de tan añejo ya nadie tenía memoria de que existía; lo mismo con el final de las crisis sexenales de la deuda externa que ya creíamos que eran parte de la sucesión presidencial; la idea de los funcionarios que recorrer los caminos contra los que sólo modelaban trajes en las portadas de las revistas; el rescate de Evo Morales de un probable magnicidio; el nuevo orgullo de pertenecer al país que incluye a migrantes, campesinos, pero no a tus tías prianistas; la politización de la democracia mexicana, y un largo etc., que abarca la sin duda mejor retentiva de quienes estén escuchando esta lista.
El duelo, sin embargo, se refiere a un proceso que parece externo pero que es interior: desaparece el personaje pero lo que significa para nuestra biografía colectiva debe ser acomodado como memoria pero también como cotejo. La vida pública no se termina con la despedida de Andrés Manuel, sino que debe continuar de otras maneras, con la expectativa trasladada a Claudia Sheinbaum. Nos ha constituido como colectividad el apego al personaje de Andrés Manuel, pero es tiempo de que siga sin él nuestro deseo de pertenecer al pueblo, el nombre de los que irrumperon en la vida pública mexicana desde el desafuero de 2005. No debemos decirnos simplemente: se terminó y a lo que sigue, sin reconocer que esta pérdida tiene, como casi todo en estos seis años, un carácter insólito. La fidelidad al ausente debe construir nuestra condolcencia social, nuestra pésame compartido, pero aquí sólo nos despedimos de Andrés Manuel. No estamos cansados. Necesitamos transformar más espacios, más tiempos, seguir en la acción. Desprendernos y permanecer fieles es la tan ardua labor de los duelos. Somos comunidades de afectos pero también de pérdidas. La izquierda mexicana es especialmente hábil en las pérdidas, desde la épica de las derrotas, las prisiones, la represión, y las desapariciones. De ahí el término resistencia porque se trataba, ante todo, de guardar la memoria de lo indómito, del México indoblegable. Es nuevo para todos nosotros sostener una memoria de la victoria porque la forma en que lo hicieron nuestros antecesores, los cardenistas, está quizás ya inaccesible. Se trata, en este excepcional caso, de sostener una victoria como pérdida. Contamos sólo con la historia para darnos, entre todos, ese consuelo.
Lo segundo que quiero tratar, además de la memoria, es pensar al personaje López Obrador como una creación de nosotros mismos. El “obradorismo” es el espacio que abre la democracia mexicana al interior de la democracia para que irrumpan los exclidos de los asuntos públicos, de saber de ellos y de decidir. Coincide con el desafuero de López Obrador y, desde entonces, se retroalimentan el personaje y su movimiento. Su creación binaria más notable es lo que se conoce como “cambio de mentalidad”, es decir, la sorpresa de que existía ya una forma de estar y pensar que no era la de la auto-ayuda neoliberal, pero que se potencia e intesifica con la llegada de Andrés Manuel a la Presidencia. No es lo mismo que la llegada de Fox en el 2000 porque ahí no existía ni la creación de un dirigente sino la de un impostor. Es decir, en el caso del falso ranchero de la derecha, hubo expectativas de una parte de la población hacia su llegada, pero él las incumplió. Así, quedó trunco el intercambio y ese electorado se disolvió en la frustración, como hasta la fecha se encuentra esa derecha ahora ya reducida a una minoría espectadora. Con Andrés Manuel se opera un intercambio de energías políticas que da resultados tan insospechados como la mayoría calificada en el Congreso y la mayoría de los estados abiertamente elegidos en el progresisimo de izquierda. Como decía Freud del carisma: “la necesidad de identificarse con un jefe brota de la emoción del autoconocimiento”. Es decir, el carisma empieza abajo, en la base de la memoria autobiográfica del movimiento politizador de la democracia y no al revés como dice la oposición, desde arriba hacia abajo, por lo que le bautizan “Mesías Tropical” o “tlatoani” o cualquiera de esas acepciones que quieren borrar, negar, esconder lo que significa la creación colectiva de un dirigente político, alguien que conduzca los cambios, alentando e inhibiendo espacios, tiempos, y conductas. No es el obradorismo una creación de Andrés Manuel sino el resultado de ese intercambio entre la base popular, plebeya, “bellaca” —diría el clásico— y su representante. De ahí que, para su memoria, no sea tan relevante dónde nació la persona y su ascenso desde sus días a cargo de las comunidades indígenas en la Chontalpa, sino el momento en que se forma su cimiento colectivo, cuando la gente se nombra pueblo y decide seguir y confiar, las dos acciones para que surja un dirigente político. Somos nosotros quienes vemos las cualidades extraordinarias del personaje pero, sin duda, su habilidad política, su visión del horizonte histórico, y su fortuna, las confirman. Es un proceso que se hubiera roto si Andrés hubiera resultado ser un impostor, como fue el caso de Fox y, en cierta medida, de otros caracteres dirigentes sociales, es decir, alguien que no puede sostener el horizonte que ha planteado.
La historia es la de un momento de inseguridad plena, el 2018, que es del espanto de que el regreso del PRI no significaba ningún cambio del panismo de Calderón, al que se responde con entusiasmo por la izquierda, por su personaje más emblemático: el que ha logrado sortear las injusticias, atropellos y abusos, que le han querido propinar. Se genera ahí un tipo de trascendencia, de anhelo de absoluto que ya no obedece a los cálculos. Es un entusiasmo por el reconocimiento que hace el soporte popular de su propia fuerza. Pero utiliza un acontecimiento para manifestar esa trascencencia, las elecciones. Y es que se crea con el oradorimso una nueva finalidad de la democracia, algo que no es el reciclaje de las élites sino la llegada de justicia social en términos de derechos y de aumentos del salario, de empleos formales, de nuevos lugares para hacerse la vida. Para ello era necesario el movimiento pero también su conducción política.
No evito decir que López Obrador es una figura indispensable para atemperar lo permanente, es decir, lo salvaje del neoliberalismo, del saqueo, el despojo y la corrupción. Sin él, el puro movimiento no habría podido. Pero carisma no quiere decir autoritarismo o uso de la fuerza. Existe el carisma democrático y republicano. Eso es la figura de López Obrador que prefirió inhibir antes que prohibir y alentar antes que imponer. La sustancia del poder presidencial no fue la coerción sino la moral, el ejemplo, el reconocimiento social. Su labor fue la contención de las oligarquías, que no quiere decir que se les extinguiera o expropiara, sino simplemente que pagaran sus impuestos, que asumieran el lugar que el Estado mexicano les asignó como partes del país y no como su única clase social. Si eso no fue un cambio profundo en la forma en que pensamos el poder político, entonces seguimos esperando el paraíso perdido o a Lenin para que encabece una revolución.
Todo esto ha sido para decir una cosa muy sencilla, aunque no simple: que la ausencia de Andrés Manuel no lo es de su proyecto político, no sólo porque ahí está Claudia Sheinbaum elegida con 36 millones de votos, sino el movimiento obradorista con su carácter moral y vigilante. Que la uasencia será de la figura y que eso es bastante. Pero quedan formas de honrar la memoria de los resultados de estos seis años. Una de ellas es que la ausencia de Andrés Manuel sólo puede ser asimilada como la deuda que seguimos teniendo con los demás, con los más vulnerables, con los pobres de este país, con los migrantes, con los trabajadores. Es, como en toda figura histórica, un adiós que sentimos como un “hasta siempre”.