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Cuento por Raúl Esquivel Vargas
No pasa el camión de transporte urbano, llevo aquí en plena banqueta alrededor de
seis o siete minutos, pero se siente como una eternidad y una angustia por no llegar
tarde. Es cuando pienso “si yo tuviera un automóvil ya habría llegado a mi destino
cómodamente y me olvidaría de estas peripecias.”
El tráfico es intenso y no sé de dónde me salió este cansancio repentino que
empiezo a luchar contra él de manera forzada, mis intentos son insuficientes, las
cabezaditas constantes son también inevitables, mi testa se va hacia adelante una
y otra vez y entonces abro los ojos y estos se me vuelven a cerrar. Voy entre
dormido y despierto. Pude de reojo ver que el que estaba a mi lado iba bien dormido
con la cabeza recargada en la ventanilla del autobús con los cabellos esparcidos
como abanico por el cristal, con la boca abierta.
Sigo luchando por no quedarme dormido como el día de ayer o… ¿antier? No me
acuerdo bien, pero la cosa es que el sueño me ganó y desperté como a dos o tres
kilómetros de mi trabajo y tuve que correr lo más posible, pero llegué muy tarde y,
claro, me pusieron un retardo que ya lo veré reflejado en el sobre de mi sueldo el
fin de semana. Pero a este sueño no le importa, aunque sea mío no me obedece.
¡Carajo! Todo está en mi contra ¡hasta algo de mí, se opone a mi voluntad!
Hay segundos, digo, ¡minutos! que me quedo dormido con la cabeza colgada de mi
cuello. Hasta sueño y en ese breve espacio imagino cosas, claro, el protagonista
soy yo, como de costumbre. Estoy consciente que ese yo, siempre le pasa algo que
no puedo evitar y sufro al despertar, me da coraje ser víctima casi siempre. Al
despertar casi al cien por ciento, ese recuero se me borra y solo me deja el sabor
amargo. ¡Maldita memoria la que me cargo! Ya no recuerdo nada de lo que soñé
hace unos segundos.
El tránsito de la avenida se empieza atiborrar más de lo debido. El chofer comienza
a desesperarse y hace maniobras entre los carros que parece que los va a arrollar,
pero sus intentos son inútiles porque no avanza casi nada, su música sigue a todo
volumen con canciones de despecho con un fondo musical, hasta eso, con ritmo.
Todo esto me pone más de malas. El autobús se sacude por los vanos intentos de
avanzar que a mi acompañante de asiento lo despertó y con la manga de su camisa
se restregó la boca para limpiarse la baba.
Pensé en bajarme del bus en ese momento y caminar, pero no me animé porque
es todavía un trecho largo y de cualquier forma llegaría tarde.
Más adelante se veía un auto descompuesto y era el que ahorcaba la circulación.
Cuando lo libró el chofer, le aceleró. Todos íbamos más que despiertos y tomados
del pasamanos por si acaso en alguna enfrenada nos pudiéramos hacer daño. Ya
faltaba dos o tres kilómetros para llegar a mi destino, el chofer miró su reloj de mano
y le cambió el semblante y le subió más a su música ensordecedora. Supongo que
con la alta velocidad que condujo cuadras atrás recuperó su tiempo y empezó a
manejar con calma e hizo algunas paradas. Las personas subían con lentitud y
luego en otra esquina otro pasajero subió con algunas bolsas repletas de algo que
se tragó uno o dos minutos que a mí me hacían falta. Tenía ganas de gritarle al
chofer ¡Por dios ya no haga más paradas y acelérele!
El sueño lo enteré más, no había nada que me importara, el mundo me valía un
cacahuate, por mí que se lo lleve el ¡diablo!
Bajé de prisa en la calle primero de mayo y corrí con las zancadas más largas que
pude, me sofocaba y mis piernas ya no respondían, entonces caminé de prisa. Mis
quijadas iban cerradas y apretando fuertemente parte de mi dentadura que hasta
rechinaban mis dientes.
Llegué a la puerta de mi trabajo y el guardia se interpuso en mi camino y no me dejó
continuar. Nos vimos a la cara, con una sonrisa estúpida y burlona me dijo:
—Ya no puedes entrar. La hora es a las siete de la mañana y son las siete treinta y
cinco.
Lo miré a los ojos y seguía con su mirada autoritaria y burlona. Le sonreí
amablemente como un chiquillo indefenso y le supliqué: “dame chance de pasar” y
enseguida me sentí estúpido. Él, ya con la cara solemne y rígida me dijo
categóricamente que ¡no!
—¿No?
— ¡Dije que no ¡
Me quedé unos segundos con la cabeza gacha esperando que cambiara de parecer
y el guardia seguía allí tieso e invariable. Entonces me di la media vuelta y le dije:
—¡Vete al carajo!
nenki.@gmail.com