Veracruz de los silencios ¿Qué Permitió que 17 Periodistas Fueran Asesinados de 2010 a 2016?

TRABAJO periodistas 12
  • ¿Por qué matan a periodistas en México? Se ha dicho que les atacan narcos y también gobernantes, que así lo permite la impunidad, pero nada termina de explicar más de 20 años de violencia.
  • Por eso estudiamos el peor tiempo-espacio: Veracruz 2010-2016. Cuando al menos 17 periodistas fueron asesinados y otros 3 desaparecidos en un solo estado.
  • Encontramos que el miedo persiste, que la información desaparece, que las investigaciones no avanzan, los asesinos están libres y muchos tienen más poder ahora.
  • Encontramos un tercer actor decisivo, las empresas de medios. El sector privado como nocivo ecosistema de concentración, conflicto de interés, desigualdad.
  • Aparecen varias pistas nuevas para responder quiénes, cómo y por qué matan a periodistas.

SEGUNDA PARTE

 

Por Paula Mónaco Felipe

Ciudad de México, 10 de enero (Artículo 19).– Es la tarde, la hora de la prisa. Correr para que la nota quede bien redactada, checar si están las fotos. Ajusta de aquí, corta de allá. La cabeza, ¿así o se cambia? No hay periódico tranquilo por la tarde, todo va a contrarreloj.

 

LA LLAMADA

El teléfono sonaba y sonaba pero Gabriel Huge no lo contestaba aunque lo tenía al lado. Se veía preocupado. Mercedes, su tía que lo crió como hijo propio, lo miró extrañada.

–¿Por qué no contestas?

–Me están marcando pero no te preocupes, voy a cambiar el número.

Lo hizo. El 2 de mayo de 2015 ya tenía un nuevo número pero igual lo encontraron. Salió diciendo que enseguida regresaba pero nunca volvió.

Después su familia pudo reconstruir una parte de lo ocurrido. Esa mañana Huge fue a trabajar al centro, cubrió una rueda de prensa que es una orden tranquila para los reporteros policíacos y sus colegas lo vieron normal, nada que llamara la atención. A las once regresó a la casa familiar donde Mercedes e Isabel platicaron poquito con él. Su sobrino Guillermo, también fotógrafo, le preguntó si ya había ido “allá” y Huge respondió “apenas voy a ir”. Salió sin su moto. Nunca supieron hacia dónde pero luego alguien les dijo que lo habían citado en un lugar llamado El Cristo. Un amigo suyo, Antonio Rebolledo, les contó que ese mediodía pasó a su negocio, le dijo que iba rumbo a una cita delicada y que no le marcaran “ni levantaran polvo”. Le dijo también “si en dos horas no regreso, te encargo mucho a mi hija”.

En la tarde y sin noticias, la familia empezó a preocuparse. Huge no contestaba su celular, tampoco aparecía Guillermo. A la mañana siguiente las autoridades informaron el hallazgo de cuatro cuerpos, dos eran ellos: tío y sobrino.

Mutilados. En bolsas de basura y aventados en un canal de aguas negras llamado La Zamorana.

Era el 3 de mayo de 2015, día de la libertad de expresión.

 

***

Sonríen las personas cuando nombran a Gabriel Huge. Brota añoranza pero enseguida el gesto se hace triste, tal vez por lo prematuro de su muerte o por la forma en que lo mataron.

Uge lo pronuncian como suena, en castellano. Era muy conocido entre la fuente policiaca. Le apodaban el mariachi porque en sus primeros tiempos como fotógrafo llevaba una cámara Pentax dentro de un estuche de violín, lo único que consiguió para cuidarla de golpes y zangoloteos propios del correr las 24 horas detrás de la nota, el accidente, los muertitos.

–Policíaco al 100% –lo recuerda Horacio Zamora, también fotógrafo–. De los que andan en la refriega. De los que llegan primero pero también el que compartía la foto al que no podía llegar a tiempo. Daba consejos, todos escuchaban. Era un líder.

Mariachi tenía 37 años de edad y más de una década trabajando como fotoperiodista, siempre en la nota roja. Cada día sus imágenes salían en la sección Sucesos, la más vista del diario Notiver que era el más popular de Veracruz.

 

La familia de Huge.

Cuando mataron a sus colegas y amigos Milo Vela, su hijo Misael Velasco y la mamá de él, Agustina Solana, Huge quedó golpeado como gran parte de la prensa del puerto. Un mes más tarde, cuando además asesinaron a Yolanda Ordaz, otra compañera suya de Notiver, la tercera asesinada de ese medio en pocas semanas, Huge decidió irse. Fue parte de un éxodo de reporteros desplazados, aquellos que salieron a resguardarse como pudieron o dejaron el periodismo para trabajar en cualquier otra cosa. Un éxodo casi invisible que está poco documentado. Un tiempo que algunos por allá nombran como el repliegue.

Huge se fue a Tabasco y luego a Poza Rica donde los colegas lo recuerdan con cariño porque ganó simpatías aunque estuvo poco tiempo.

–A mi me regaló una galería fotográfica. Y me dejó su nextel con todo y contactos. Pero sí lo vi muy preocupado–, dice Lydia López, periodista y docente en la zona norte.

En Poza Rica fue locutor de radio. Nunca antes lo había hecho pero era un tipo emprendedor sin miedo a probar. Además de reportear, se la pasaba en los empeños viendo qué podía conseguir. Así encontró varias computadoras y decidió poner un cibercafé, cuenta Isabel Luna quien en la teoría es su sobrina pero en la vida fue como su hermana menor.

–Bueno, no sé si el ciber fue primero porque también puso un videoclub, alquilábamos películas. Luego empezó a comprar llantas porque quería poner una vulcanizadora. Así era él.

Así eran también muchos periodistas de entonces y también del presente, sin más opción que ser multichambas para ganarse la vida. Como Pedro Tamayo y su puesto de comida, Sergio Landa que era árbitro de fútbol, Moisés Sánchez y Juan Mendoza manejaban un taxi.

Después de los asesinatos en Notiver, en la zona del puerto empezó un veto implícito a todos quienes hubieran pasado por ese medio. Los medios no les contrataban, decían que por miedo a represalias. Isabel recuerda que su tío tenía el proyecto de fundar un periódico y ya iba avanzado, había elegido hasta un nombre: El Regional de Veracruz. Era un proyecto conjunto con su hermano menor, Guillermo Luna, y Ana Irasema Becerra, quien trabajaba vendiendo publicidad para prensa. Ellos tres y otro fotógrafo, Esteban Rodríguez, aparecieron asesinados la mañana del 3 de mayo.

 

–¿Por qué los mataron?

–No sabemos. Todavía no sabemos– responden Isabel y Mercedes con la vista abajo, sentadas en el patio de la casa que habitan en el barrio de Icazo. Sentadas bajo un árbol de guayabas que ha sido por décadas el lugar de pláticas y de fiestas. El patio donde también velaron a Gabriel y Guillermo.

–Vino Duarte a decirnos que se iba investigar y no ha ocurrido nada. Vino Duarte sólo a tomarse la foto.

La familia en su dolor, las autoridades intentando sortear escándalo tras escándalo. Una semana antes habían asesinado a Regina Martínez y pocos meses antes a otros tres periodistas de Notiver (Milo Vela, Misael Velasco y Yolanda Ordaz). En Acayucan también había desaparecido un periodista, Gabriel Fonseca, aunque de él nadie hablaba.

La entonces fiscal federal para delitos contra la libertad de expresión, Laura Borbolla, también llegó al puerto esos días y abrió la averiguación previa AP/35/FEADLE/2012. Hubo condolencias, flores y comunicados llenos de promesas de justicia. Ofrecieron protección a la familia, sacarlas del estado por su propia seguridad. En camionetas blancas escoltadas por patrullas se llevaron a Mercedes, Isabel y sus hijos al estado de Puebla.

Allá los resguardaron pero sólo por una semana: después los regresaron a su misma casa.

 

***

Guillermo, Memo como le llaman todos, fue serio desde que era niño. Isabel, su hermana mayor, dice que en la infancia no jugaba mucho, nomás corría en el patio. Tenía sentido de la responsabilidad y piensa que tal vez le hubiera gustado estudiar pero eligió trabajar porque se auto-obligó a pagar gastos de la casa cuando enviudó su mamá, Mercedes. Después, cuando Isabel se divorció, fueron Huge y Guillermo quienes se encargaron de pagar pañales, leche y todo lo que hiciera falta para sus sobrinos.

Memo cumplió con la educación básica y eligió la orientación técnica en reparación de aire acondicionado pero apenas terminó sus clases salió a la calle a trabajar como periodista. Pegado a su tío Gabriel Huge, que ya era experimentado fotógrafo de policiales y sin dudas su referente en todo. Memo abandonó cualquier otro plan cuando probó la nota roja. Fueron sólo dos años, de los 19 a los 21, pero intensos.

Makanaki guarda en su celular varias fotos de Guillermo. Se ve al chavo haciendo guardia y en una volcadura. Otra afuera del penal, en la base, como llaman los reporteros policiales al lugar donde esperaban noticias.

–Memo era un desmadroso, le gustaba mucho el relajo. Él no ponía mucha atención a su trabajo por andar haciendo relajo con los que estábamos cerca de él. Un metro setenta y cinco más, o menos, por ahí medía Memo. Muy dedicado a su trabajo, eso sí, a pesar de que era muy desastroso agarraba y cuando había que trabajar él daba todo. Se quitaba la camisa y daba todo, eso sí se puede decir, se lo puedo decir porque varias veces le decía yo ‘oye Memo, ¿vas al accidente? Sí. No seas mala onda cúbreme, es que me da flojera ir hasta allá. Ok te regalo fotos’. Y ahí iba a sacar unas muy buenas fotos. De Memo, de Mariachi ni de Esteban puedo decir eran flojos, llegaban tarde o hacían esto. Sí eran alegres, desmadrosos hasta decir basta pero no te puedo contar cosas malas de ellos: siempre se portaban a la altura con la flota, con nosotros.

Makanaki es un conocido fotógrafo del puerto.Ya pasa de los 60 años pero sigue de un lado al otro en su motocicleta, puesto el chaleco de periodista y la cámara colgando. Le da tristeza la contradicción de recordar a Guillermo tan alegre y que lo hayan matado tan joven.

– Estaba muy chavito. Le faltó disfrutar un poco más el hecho de ser reportero policiaco.

 

Guillermo tenía 21 años.

Su perfil de Facebook sigue activo y son frecuentes los mensajes. Su hermana Isabel, su novia Tania y sus amigos siguen escribiendo en su muro. Lo felicitan por su cumpleaños, le dicen que lo quieren, que lo extrañan.

En las fotos que él subió se lo ve bien con lentes de sol, en selfies y con amigos. Isabel cuenta que era reggaetonero, también salsero.

– Casi nunca coincidíamos en fiestas. Habíamos ido a unos quince años de una prima, ya estábamos aquí y llegó él que había terminado de trabajar. Me acuerdo que estuve bailando con él, creo que fue como la segunda vez porque casi nunca hacíamos eso de ponernos a bailar entre nosotros.

Bailaron en el patio del árbol de guayabas.

 

***

En Veracruz -y tal vez en varios estados- los narcos llaman a las redacciones para decir esto se publica y esto no. Llaman a directores, a periodistas, a fotógrafos. Llaman para dar pitazos de algo que ocurrió o está por ocurrir, pitazos que más que ayuda son instrucciones de una cobertura obligada. En 2010-2016 a veces tan veloces eran los pitazos que generaban situaciones absurdas como que los periodistas llegaran antes de que arrojaran los cuerpos en el lugar.

Los narcos llaman porque tienen los números. Cuando hay nuevo jefe de plaza, es de las primeras cosas que consigue: datos.

Llaman pero a veces ni hace falta que se presenten: todos saben quiénes son. Se ven en la calle, se ubican, se saludan. Muchas veces, sobre todo en lugares pequeños, el nuevo jefe de plaza fue antes el policía municipal o el de tránsito. Fue tu fuente, el que te daba notas y a quien entrevistabas hasta ayer. Y además de narco es vecino, vive a dos-tres casas. O fuiste a la misma escuela, es tu amigo de la infancia, el marido de tu prima e incluso tu compadre.

Suena el teléfono, ¿cómo no atender? ¿sirve de algo no atender?

Lo hallado en esta investigación muestra que las categorías de presión o colusión resultan equívocas en el Veracruz 2010-2016: hubo un contacto inevitable, muchas veces forzado y siempre desigual.

Llamaron a Gabriel Huge en Veracruz, mayo de 2012. Salió sin decir a dónde iba pero no volvió nunca: encontraron restos de su cuerpo en bolsas de basura.

Llamaron a Noel López Olguín en Jáltipan y dijo que iba hacia Soteapan, que volvería por la tarde. Era el 8 de marzo de 2011. Tres meses después lo encontraron en una fosa clandestina.

Llamaron a Sergio Landa en Cardel el 22 de enero de 2012. Cada media hora lo llamaban, se ponía pálido. Salió corriendo, dijo “ahorita vengo, ahorita regreso, no me apaguen la máquina, voy a regresar a terminar lo que estoy haciendo”. Según personas que han leído el expediente judicial, cámaras de seguridad grabaron que llegó en su motocicleta a la gasolinera de Tamarindos donde se encontró con policías estatales. Sergio siguió a la patrulla y llegaron a una lonchería en la carretera Conejos-Huatusco. Dejó su moto y siguió a pie detrás de los policías con rumbo a Huatusco. Nada se sabe de él desde entonces.

Llamaron a Miguel Morales el 19 de julio de 2012 cuando estaba en las oficinas del Diario de Poza Rica. Había tensión por una nota que él cubrió el día anterior: una muchacha ahogada en el río Cazones. Era un accidente, una información local y normal, recuerda un colega de esa ciudad que pide no decir su nombre. La noche previa alguien avisó que aquellos ordenaban no publicar la información y, aunque el Diario de Poza Rica borró el texto antes de mandar la edición a imprimir, salió publicada y con la firma de Miguel Morales en otro medio de la zona, Tribuna Papantleca. Una nota de una chica ahogada en un río: sus colegas creen que por esa razón desaparecieron a Miguel. Llevaba poco tiempo como periodista de nota roja y era empírico. Le pagaban 40 pesos por nota, por eso publicaba en varios lados. Ese martes 19 de julio recibió la llamada, dejó su equipo en la recepción del periódico y se fue. No ha regresado.

A ellos cuatro les llamaron, puede que a otros también.

 

LA POLICIACA, LOS EMPÍRICOS

-¿De qué no se puede hablar?

-De la policiaca.

Sin dudarlo responde Hugo Gallardo. Preciso en sus palabras, con la pausa y el histrionismo medido de un buen periodista de televisión porque tiene 36 años de trayectoria, por mucho tiempo fue el rostro de Televisa en el puerto de Veracruz. Reporteaba nota policíaca, que se volvió casi lo único que aquella zona aportaba a la agenda nacional: masacres, 35 cuerpos aventados en una glorieta, cadáveres y más cadáveres. Eran tiempos en que la tasa de homicidios del estado alcanzó 23.5 víctimas cada 100 mil habitantes, lo que la Organización Mundial de la Salud considera algo así como una epidemia de violencia porque es 10 el límite de lo considerado normal.

Hugo Gallardo es alto, está bronceado y su bigote perfectamente cortado. Pantalón planchado, camisa tan blanca que encandila. Se alista para iniciar el noticiero de mediodía en su propia estación de radio, que es su emprendimiento para subsistir después del infortunio de pasar a integrar la lista de los vetados (o “apestados”).

Aún frente a cámaras nombra a políticos y cárteles sin eufemismos, ya perdió el miedo de nombrarlos. De lo que no se puede hablar, dice, es de la fuente policiaca. Porque el riesgo mayor es que a uno lo identifiquen con ese trabajo. Lo supo bien cuando lo secuestraron después de leer al aire una nota breve, tres renglones apenas, diciendo que se encontraron manchas de sangre dentro de un auto. Por ese enlace de rutina en Televisa se lo llevaron, lo golpearon y torturaron con una forma tan usual en el puerto que ya tiene nombre: tablear.

Secuestro. Golpes. Tortura. Humillación y luego el remate, estigma.

–En algunos lugares que llegué a pedir trabajo me dijeron hay orden del gobernador para que no se te contrate.

La estrategia se completaba con otro recurso difamatorio: listas negras. Todo el tiempo se decía que había nuevas listas y circulaban por redes sociales los nombres de periodistas. Otras veces sólo se decía que existía una lista, sin detalles, como una máquina de rumores que muchos sospechan salían desde oficinas de gobierno.

Ya nadie confiaba en nadie. La desconfianza estaba sembrada. Pero más todavía se desconfiaba de los periodistas de nota roja porque era a ellos a quienes mataban: esa perversa costumbre de que te maten y todavía pases a ser sospechoso por tu propia muerte. Los prejuicios de algo habrán hecho, en algo andaban reproduciéndose al infinito.

Ser periodista de policíaca se transformó en un riesgo en sí mismo. De los 20 asesinados y desaparecidos, 14 se dedicaban a información policial (sólo Regina Martínez no lo abordaba y otros cinco lo habían hecho en situaciones esporádicas o más bien se enfocaban en otros temas: Noel López Olguín, Rubén Espinosa, Moisés Sánchez, Armando Saldaña y Manuel Torres González). Pero además, entre los 20 desaparecidos y asesinados, 17 eran empíricos

Es real que cubrir nota roja implica riesgo siempre. Implica tratar con fuentes peligrosas, quedar en medio de balaceras y andar entre escenas del crimen. Pero el peligro para la prensa se ahonda cuando son miles los lectores que quieren ver detalles de muertos, rostros de las víctimas, el goteo de la sangre. A la gente le gusta ver sangre, dicen varios periodistas. En el trabajo cotidiano eso se traduce en la obligación de cubrir todos y cada uno de los hechos violentos porque el jefe manda a ir, porque se requiere tener todas las notas para que el diario se venda. Quien no va se queda sin trabajo.

Más sangre generaba mejores ventas de periódicos y también mayor capacidad de las empresas informativas para negociar convenios con el gobierno. Porque el medio era exitoso y leído, una buena vitrina donde anunciar, o porque las autoridades querían inhibir la publicación del violento presente, evitar que se difundiera. La nota roja se transformó en lugar crucial donde se mostraba lo que ocurría, sin filtros. Y eso era un doble filo.

–La gente consumía mucha sangre (…) Hacían juntas los voceadores para decirte es que me tienes que poner la foto más sangrienta porque si no, no vendo. El que lograra tener la foto más sangrienta, más pegada a la cara era realmente el que llegaba a vender (…) Llegaban los voceadores y te decían es que no me puedes cubrir el cartel que tenía el muertito porque la gente quiere saber. Entonces había un conflicto entre lo que te dictaba, digamos el mercado, con lo que pasaba a nivel ético y lo que los delincuentes querían. Porque obviamente ellos no querían mostrar que tenían una guerra y que perdían en algunas ocasiones, entonces te hablaban directamente a las redacciones.

Lo recuerda Sayda Chiñas, periodista de Coatzacoalcos. Una de las poquísimas personas que accedieron a hablar en esa región de agua, petróleo y miedo. Fue compañera y jefa de Gregorio Jiménez pero también conoce otras realidades porque formó parte de la Comisión Estatal de Atención y Protección a Periodistas, la CEAPP.

Alta, de carácter fuerte y hablar frontal, Sayda fue quien movió todo cuando secuestraron a Goyo. Ella avisó a colegas de la capital del país para que la noticia se hiciera nacional, para presionar tratando de que el reportero fuera liberado. Tanto autoridades como directivos de medios la intimidaron, la amenazaron, querían que ya se callara. Resistió las presiones y siguió reclamando.

Años después, resume lo que pudo ver claramente a partir del secuestro y asesinato de su colega Gregorio. Cómo los empresarios, directivos, dueños de medios veían a los periodistas:

–El tema es que nos ven como reemplazables: siempre va haber un nuevo reportero que le podemos pagar menos y que va a sacar la misma chamba. Ellos lo que fueron haciendo es abaratar los costos con los reporteros. Llegaron casos en que los endosaban a los ayuntamientos o sea, yo no te pago, tú me mandas un trabajo pero te va a pagar el ayuntamiento de [tal, tal y tal lugar, obviamos detalles para no ponerla en riesgo].

Otra vuelta del poder de los convenios. Pero sobre todo, dicen varios otros colegas, para competir y vender más se aprovecharon los medios de los llamados “reporteros empíricos”. Aquellos que no tuvieron posibilidad de estudios, que se hicieron a pura experiencia en el terreno. Cuando la situación se puso más fea, los periodistas de carrera o con antigüedad pusieron algunos altos: dijeron esto no lo hago o se quejaron si les cambiaban la redacción. Recurrieron entonces los jefes a personas urgidas de un trabajo y se aprovecharon del desconocimiento e incluso del deseo por destacar.

A cambio de sueldos míseros –20 a 40 pesos por nota– les mandaron a cubrir los hechos más complejos, explotando además sus legítimas ambiciones personales. Porque trabajar en policiales era asumir un puesto atractivo: pasaban a ser los más leídos, personas reconocidas en sus comunidades, quien decía la verdad de lo que ocurría.

Así pasó con Gabriel Fonseca, un muchacho de 17 años reporteando policiales en Acayucan (2011). Con Miguel Morales que ascendió de trabajador de limpieza a reportero policial en Poza Rica (2012) y Sergio Landa, antes un pintor, rotulista y árbitro de fútbol que se hizo reportero en Cardel (2013). Gregorio Jiménez cubriendo policiales después de ser fotógrafo de sociales y albañil (2014).

Los más jóvenes o los más necesitados de trabajo, enviados a un frente difícil de controlar aún para quien tenía estudios. Enviados por editores, directores, jefes. Enviados pensando en la portada que venderá más aunque sin garantía alguna, protección o respaldo.

Algo parecido se vive hoy en la pelea por los likes. Las transmisiones en vivo por Facebook y redes sociales se han vuelto un espacio sumamente popular e incluso masivo, con miles de personas observando las escenas del crimen en directo. Y aunque resulta redituable porque  páginas como Veracruz en Alerta tienen ya muchos anunciantes, todo indica que la transmisión en vivo es la nueva nota roja.

Por necesidad surge el reportero de policiales pero por gusto también, nadie lo desmiente. Porque es una suerte de adicción, dicen ellos mismos sonriendo como chamaco que hizo una travesura. La adrenalina de correr más rápido que las ambulancias, el gusto por tener la foto exclusiva con el mejor ángulo, la pelea por llevarse la portada o tomar la imagen que será viral. Aventados y a veces también mañosos son los periodistas de nota roja, lo admiten, pero es evidente que ese oficio se tornó excesivamente peligroso: casi una sentencia. Ocurrió sin aviso, de un día para el otro. Muchos no supieron leer lo que ocurría, de los 20 asesinados y desaparecidos sólo Regina Martínez había decidido no cubrir nada policial.

–No sabías dónde, de dónde eran los chingadazos. La peor situación de pánico que se sentía es que no sabías de dónde venía la violencia, ya ni sabías de dónde venían los trancazos–, resume el caricaturista Rafel Pineda, Rapé. También huyó del país y luego a la Ciudad de México para poder dormir tranquilo.

En un estado con disputa de plaza, en un territorio donde se debatían cárteles, policías, políticos y empresarios, ser periodista policiaco fue quedar en medio del fuego cruzado. Los disparos llegaban del narco pero también de enemigos difusos, aquellos que un día eran aliados pero al siguiente cambiaban de bando. Fue una balacera a ciegas.

 

Carlos H.


Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *