- “La incertidumbre derivada de la precariedad, el hecho de no saber si vas a poder comer al mes siguiente o pagar el alquiler, son problemas estructurales que no se arreglan con un ansiolítico a la hora de dormir”.
Por Aroa LópezNaranjo
SemMéxico/AmecoPress. Madrid, España. 31 de marzo 2021.-La pandemia ha actuado como lupa de problemas estructurales existentes antes de su llegada. Además, el confinamiento y la incertidumbre de un mundo en crisis han afectado a la salud mental de gran parte de la población, según ponen de manifiesto estudios, estadísticas y testimonios recogidos y elaborados en los últimos meses. También en este campo existe un sesgo de género tanto en el diagnóstico como en el tratamiento.
En datos de 2018, España se sitúa como el segundo país de la UE con mayor consumo de ansiolíticos, por detrás de Portugal. Según el último informe realizado por la Asociación Española de Medicamentos y productos Sanitarios, las cifras en el consumo de ansiolíticos e hipnóticos con receta oficial se dispararon durante el primer trimestre de 2020 coincidiendo con la declaración del Estado de Alarma en nuestro país hasta llegar a las más de 91.280 recetas durante el último trimestre del año y consolidándose estas como las cifras más altas de los últimos diez años.
Carlos Molina, Técnico de Investigación de la Fundación Atenea explica que: “Los psicofármacos están presentes en la vida de las personas de muchas maneras. La atención primaria carece de recursos para atender a tantas personas, y los médicos cuentan con cinco minutos para ver a una paciente que le cuenta su situación de malestar, y muchas veces la respuesta que les queda a los médicos es recetar el psicofármaco”. El Investigador apunta a que la situación de escasez de recursos de la sanidad pública lleva a este aumento en el consumo de psicofármacos y señala que, según diversas investigaciones, “los propios pacientes demandan una solución. A todos nos gusta ir al médico y salir de allí con una receta que solucione nuestro problema”.
Según el informe SESPASS, en las mujeres se observa el doble de prevalencia de depresión y ansiedad, además de otro tipo de malestares psicosociales con diferentes síntomas inespecíficos. Sin embargo, en los hombres “se observan con más frecuencia problemas mentales asociados a consumos excesivos de alcohol y sustancias”. Además, el informe relata que las mujeres “tienen más probabilidades de ser diagnosticadas de trastornos límites de la personalidad y de trastornos de la alimentación, mientras que las prevalencias de los trastornos de la conducta y de personalidad antisocial son más altas en los hombres”.
Las mujeres doblan a los hombres en el
aumento del consumo de psicofármacos
Durante la pandemia, el aumento del consumo de psicofármacos con receta oficial ha sido mayor en mujeres, con un aumento del 15,4% frente al 7,6% de los hombres según el informe Consecuencias Psicológicas COVID-19.
Las mujeres tienen más del doble de probabilidad de ser diagnosticadas de depresión o ansiedad que los hombres, según el estudio Género y uso de medicamentos ansiolíticos e hipnóticos en España de la Universidad de la Laguna. “Continúa existiendo un sesgo de género tanto en el diagnóstico como en el tratamiento de nuestra salud. En salud mental, estos diagnósticos sesgados originan sobremedicación y otros problemas de salud que empeoran nuestra calidad de vida y socavan nuestra autoestima” afirman desde la Confederación de Salud Mental Española.
JPEG
Carlos Molina afirma que no existe un único motivo que explique esta sobremedicación: “Hay muchos factores que se suman para que las mujeres sean sobremedicadas y sobrediagnosticadas, sobre todo en patologías de salud mental”. Molina, además, explica que los roles y los estereotipos de género son un elemento con mucha relevancia a la hora de explicar este sesgo: “A las mujeres se les pide que hablen sobre sentimientos, cuando para los hombres es un tema tabú. Cuando este malestar se expresa, la respuesta suele ser una pastilla, que atenúa ese malestar, pero no hace que desaparezca. Por lo tanto, esta medicalización es crónica. Y este malestar femenino responde a la división sexual del trabajo, que durante la pandemia se ha visto especialmente agravada”.
El informe de Consecuencias Psicológicas COVID-19 analiza que a pesar de que la proporción de personas con malestar psicológico fruto de la situación de pandemia es idéntica en hombres y en mujeres, el malestar alto es de casi el doble en mujeres que en hombres. En el caso del género masculino, Molina explica que todo apunta a que normalmente el momento en el que socialmente se les permite a los hombres mostrar el malestar psicológico es cuando su rol de proveedor se ve frustrado “la familia antes de la pandemia solo era una parte del día o del fin de semana, y con la llegada de la pandemia los ERTEs y el paro que han incidido sobre todo en los hombres y su rol social, es cuando surge ese malestar”.
Estas diferencias en el ámbito de la salud mental afectan también a la día a día de la población en aspectos como los problemas de concentración en los que el porcentaje de mujeres ha aumentado un 16%, mientras que el de hombres lo ha hecho en un 7,8%.
Sonia estaba trabajando en Portugal cuando todo comenzó: “La semana del 9 de marzo, cuando mi otra compañera de piso se fue sin decir nada, fue cuando me di cuenta de lo sola que iba a estar y lo rápido que iba a escalar todo y ahí tuve mi primer ataque de ansiedad. Después fui viviendo las cosas a dos tiempos, miraba constantemente lo que pasaba en España, en especial en Madrid y en casa y lo que pasaba en Portugal. No era capaz de leer nada sobre mi trabajo, en cambio absorbía todo lo que tenía que ver con el virus”. Sonia solo se sentía bien cuando podía tener el control de la situación, cuando hacía deporte en casa o cuando hacía videollamadas con los suyos. “Cuando salió la noticia de los ancianos en las residencias y la morgue del palacio de hielo sentí como que algo se quebraba en mi cerebro y pensé: ya está, se acabó. Unos días después fue cuando nos dimos cuenta de que mi madre y yo estábamos infectadas, pero en la distancia, y fue cuando empeoré en cuanto a salud mental”.
“Del mes de abril no me acuerdo de mucho más que de dormir muchísimo, tanto del cansancio como de la medicación, y de que por las noches pasaba miedo porque me dolía mucho el pecho de toser, tenía una sensación muy rara en el pecho y a veces no podía respirar bien o me despertaba de la tos. En mayo no quería salir, y cuando tenía que hacerlo me daba mucha ansiedad, lloraba, no quería salir, tenía miedo de contagiar a alguien” explica Sonia. Cuando comenzó a sentirse mejor, tuvo una recaída: “Esta vez el cansancio extremo me condicionaba en todo, no era capaz ni de atarme los cordones, no era capaz de leer, no entendía nada, no retenía información, en la calle me sentía desorientada, hablar algunos días era un poco difícil, especialmente en otro idioma, la fatiga física y mental constante me deterioró muchísimo. Si alguno de mis conocidos me decía que tenía Covid, me echaba a llorar, y si era alguien muy cercano el que había estado expuesto, me daba un ataque de ansiedad directamente”. Ocho meses después, Sonia regresó a Madrid con los suyos “fue cuando salí del «modo supervivencia», ahí fue cuando empecé a asimilar todo y cuando mi psicóloga me contó que tenía estrés postraumático”.
La feminización de la precariedad,
mucho más evidente durante la pandemia
Las mujeres sufren una mayor sobrecarga de trabajo que sus compañeros al dedicarse en mayor medida a las tareas reproductivas además de las productivas. Además, cargan sobre sus espaldas con una doble o triple jornada laboral si además de al trabajo y al cuidado de los hijos y del hogar, también lidian con el cuidado de los mayores o las personas dependientes, de las que se encargan las en un 75% según el informe de la Asociación Estatal de Gerentes de los Servicios Sociales (AEGSS). Este cúmulo de tareas “se ha visto acrecentado durante la pandemia. Muchas podían contar con ayuda externa antes de la pandemia, como la de los abuelos y abuelas, las cuidadoras externas o los colegios y guarderías, que, durante la pandemia, se frenan de golpe, y provoca otra vez, una mayor sobrecarga de las mujeres” explica Carlos Molina.
JPEG
Marta comenzó a experimentar ataques de ansiedad diarios y repetidos e imposibilidad para conciliar el sueño al comienzo de la cuarentena, relacionados con la responsabilidad de cuidar a una persona mayor, paciente de enfermedad crónica respiratoria “una semana después empecé a tener síntomas de COVID-19. Llamé al centro de salud, me dijeron que mi médico me llamaría de vuelta. No recibí respuesta de Sanidad hasta que volvimos a llamar porque mi abuelo estaba enfermo, ahí fue cuando me lo confirmaron y me dijeron que podría habérselo contagiado”. Finalmente, tras el fallecimiento de su familiar tuvo que cambiar su vida completamente “tenía que cambiar de vivienda, irme de la que había sido mi casa toda la vida, me encontraba sin trabajo por la crisis sanitaria y con unos pocos ahorros con los que tuve que ayudar a mi familia a vivir durante esos meses”. Tras unas semanas en estado de shock, Marta comenzó a vivir en cama “estaba muy triste y el estado depresivo se unió a la ansiedad constante que venía arrastrando”. Finalmente, en septiembre decidió buscar ayuda profesional. “El médico de cabecera me dijo que lo que tenía era ansiedad anticipativa y me recetó Lorazepam, decía que mis problemas se arreglarían durmiendo. Pero finalmente conseguí que me derivara a la psicóloga.
“Entiendo que la sanidad pública estuviese colapsada, pero la incertidumbre derivada de la precariedad, no saber si vas a poder comer al mes siguiente o pagar el alquiler, son problemas estructurales que no se arreglan con un ansiolítico a la hora de dormir” explica.
Desde la Confederación de Salud Mental afirman que “durante los meses de la pandemia, la prevalencia de la ansiedad era del 33 % y la de la depresión del 28 %. Uno de los principales factores de riesgo de sufrir ansiedad y depresión es ser mujer. A esto se une que algunos de los colectivos profesionales más afectados por la pandemia son mayoritariamente femeninos, como es el caso del ámbito de la salud, la educación, o el cuidado de personas mayores”.
En datos del Instituto de las Mujeres, el perfil laboral de las actividades calificadas como cuidados formales, que incluyen las actividades socio sanitarias y a los servicios sociales, están compuestas en un 73% por mujeres en el ámbito socio sanitario, y por un 85% en el ámbito de los Servicios Sociales.
La precariedad es evidente en estos sectores declarados como esenciales durante la pandemia, como son salud y cuidados, dónde la brecha salarial ha aumentado hasta el 28,9% según el último informe con motivo del día de igualdad salarial elaborado por el sindicato UGT. Estos sectores, además, están estrechamente ligados a la contratación temporal y parcial, en los que los salarios de las mujeres han descendido en 300 euros, mientras que los de sus compañeros han aumentado en 1.800 euros.
Fátima y Elena son dos jóvenes de 23 y 25 años respectivamente. El año pasado compaginaban sus estudios -último curso de Integración Social- con el trabajo en una residencia de personas ancianas. Cuando llegó la pandemia se vieron obligadas a trabajar sin los medios adecuados, exponiendo su salud y la de las personas a las que cuidaban, con mucho riesgo por su edad. Comenzaron a sentir miedo, a experimentar ansiedad, a no poder dormir por las noches a pesar del agotamiento. “Peté, un día peté, no podía parar de llorar, me costaba respirar”, cuenta Fátima. “Nos recetaban pastillas, ansiolíticos, y yo me sentía dormida, incapaz”. Afortunadamente, ella y Elena conocen a Fabiola, quien les enseñó a relajarse, con una técnica sencilla, y les puso en contacto con una plataforma en la que, junto a otras profesionales, reclamaron mejoras laborales, denunciaron la crueldad a la que estaban expuestas y sobre todo “compartimos y nos comunicamos”.
“Las desigualdades de género en salud mental tienden a aumentar entre la población de mayor edad, de menor clase social y de menor nivel educativo”
El Informe SESPASS 2020, explica, que, en cuanto a la población española “las desigualdades de género en la salud mental tienden a aumentar entre la población de mayor edad, de menor clase social y de menor nivel educativo, lo que indica la existencia de una clara interseccionalidad de los diferentes ejes de desigualdad. El único grupo social en que no se aprecian desigualdades de género en la salud mental de forma significativa es la clase más favorecida”.
Esta realidad no se puede separar de las condiciones materiales y de la socialización con carácter de género. En estudios como el de la revista Gaceta Sanitaria se muestra que, en 2017, la prevalencia de mala salud mental fue del 23,4% en las mujeres y del 15,6% de los hombres. Además de los ya mencionados diagnósticos de depresión y ansiedad que en las mujeres equivalían al 19,4%, mientras que en los hombres se mantendrían en un 8,5%. El Informe SESPASS, además, explica que “la salud mental tiende a empeorar a medida que lo hacen las condiciones de vida, como sufrir insuficiencia de rentas, bajo nivel educativo, clase social manual, desempleo o falta de apoyo social”.
“El factor de clase es importante en cuanto a esta sobrecarga de trabajo y a veces se nos olvida comentarlo. No es que las mujeres de clase alta y media- alta no sufran esta problemática, pero la sufren en menor medida. Quizá sea más una sobrecarga mental que una sobrecarga mental y física como sí que ocurre entre las mujeres de clase media-baja y baja” afirma el investigador Carlos Molina.
En España hay 6 psicólogos o
psicólogas por cada 100.000 habitantes
Los datos oficiales en cuanto a salud mental se refieren son escasos, sin embargo, existen algunos indicadores que pueden servir para hacernos un mapa mental de la situación de la salud mental de la ciudadanía española en la era COVID.
Entre marzo y mayo de 2020, el Ministerio de Sanidad y el Consejo General de la Psicología de España, pusieron en marcha el Servicio de Primera Ayuda Psicológica (SPAP). Este servicio, habilitó un teléfono que estaba indicado para la atención psicológica de las personas afectadas por el COVID-19. De entre las más de 11.000 consultas telefónicas, casi el 76% “tuvo que ver con problemas psicológicos relacionados con sintomatología ansiosa y depresiva” según el informe del Consejo General de Psicología de España (CGPE)
Durante esas semanas, de las más de 15.000 llamadas gestionadas, el 73,5% fueron realizadas por mujeres, con una edad comprendida, mayoritariamente entre los 40 y los 59 años. Carlos Molina explica que en la mediana edad es donde existe una mayor incidencia porque son las mujeres que mayor sobrecarga sufren, y donde la doble o la triple jornada se produce con más frecuencia.
Según el organismo: “España nunca ha tenido un Sistema Nacional de Salud con suficientes recursos psicológicos, y es un dato constatado que en España hay un insuficiente número de psicólogos en el Sistema Nacional de Salud. De hecho, según el informe de 2020 del Defensor del Pueblo del Gobierno de España, basado en los datos del 2018, la media de psicólogos en nuestro Sistema Nacional de Salud es de 6 psicólogos por cada 100.000 habitantes”.
“Tener un trastorno de la alimentación y no poder controlar lo que está pasando a tu alrededor y, sobre todo, estar constantemente metida en casa, en un cuadro del que no puedes escapar, fue muy duro. La única respuesta de la sanidad fue enviar pastillas. A nivel público, la salud mental está muy maltratada, y por la vía privada se va sobrellevando, pero es muy caro” explica Clara.
Desde la Confederación de Mujeres Salud Mental de España afirman que “las mujeres que tenemos dificultades de salud mental, sufrimos un doble estigma por nuestra condición de mujeres y nuestro estado de salud mental. Debido a estos prejuicios, se nos presenta en extremo como seres asexuados o hipersexuales, se nos considera menores de edad, no aptas para ser madres, incapaces de mantener una relación de pareja o de sostener argumentos veraces. Catalogaciones recurrentes como “locas”, “histéricas”, “depresivas” o “malas madres” dan cuenta de ello”.
Clara tiene ansiedad y lleva arrastrando un TCA desde los 12 años. “Al principio, el confinamiento me lo tomé como unas vacaciones, como unos días de desconexión. pensé que estas dos semanas nos iban a venir bien a nivel mental para estar mucho más presentes en nuestras casas”. Clara “no veía más allá de lo que pasaba dentro de las 4 paredes de mi casa. Mi cerebro no procesaba lo que estaba pasando fuera y esta fue una de las razones por las que tuve que volver a terapia”.
“Hubo un momento durante la pandemia en el que mi mente colapsó, mi cuerpo colapsó y en el espejo no me reconocía a mí misma. No sabía quién era, era la personificación de los ataques de ansiedad, había comenzado a tener depresión, a estar constantemente triste. Empezaba a llorar por la mañana y terminaba de llorar por la noche. No entendía por qué estaba pasándome esto porque no había ocurrido nada a nivel personal, si no, algo general en el entorno que yo no podía controlar. No había asistencia psicológica ni psiquiátrica, porque existía una sobresaturación de la sanidad, ya no solo a nivel público, si no, también a nivel privado. Yo fui una de las personas que se desbordó, y a pesar de buscar ayuda en mi terapeuta de confianza, fue bastante complicado encontrar un hueco” relata Clara.
“Sé que mis heridas son colectivas y que
el problema no es individual, es estructural”
Desde la Red Estatal de Mujeres Salud Mental de España, explican que “bajo el sistema patriarcal, las desigualdades estructurales basadas en el género, provocan que ser mujer sea un factor de riesgo para tener un problema de salud mental. Así lo reconoce la Organización Mundial de la Salud (OMS) cuando señala que el género afecta de manera fundamental a la salud mental. De hecho, las mujeres tenemos 3 veces más riesgo de desarrollar depresión, el problema de salud mental más frecuente y que será la principal causa de discapacidad en el mundo”.
Clara cuenta que “lo más difícil fue aceptar que yo no tenía el control sobre lo que estaba pasando y que el confinamiento me estaba afectando cuando yo no quería que lo hiciese. No estaba infeliz, pero me sentía perdida. Pero llegó un momento en el que mi mente hizo “click” y me dije: necesitas ayuda, pide ayuda porque no puedes seguir así”
“A día de hoy sigo trabajando todo esto, pero ya estoy muchísimo mejor, soy mucho más flexible con algunas cosas. Eso sí, de vez en cuando hay algún episodio que aún me da ansiedad, depende de lo que sea me puedo quedar paralizada o echarme a llorar. No me aconsejan ver imágenes de la situación del año pasado, así que he evitado las redes sociales o el telediario en cada “aniversario de” explica Sonia. Por último, Marta explica que a pesar de que aún le queda mucho trabajo por hacer “al menos sé identificar mis sentimientos. Sé que tengo ansiedad, sé que tengo un TCA y sé que tengo depresión y estoy trabajando en ello. Pero también sé que mis heridas son colectivas y que el problema no es individual, es estructural. Y las mujeres siempre hemos cargado sobre nuestras espaldas el peso del trabajo, el estudio, el cuidado y ahora, la pandemia. Y no, no somos superwoman y no, tampoco queremos serlo”.